jueves, 29 de diciembre de 2011

El odio, elemento principal de una persecución. La boca llena de tierra, Branimir Šcepanovic.


Editora Nacional Madrid, 2003

            ¿En qué medida estamos dispuestos a tolerar lo que nos es ajeno?
            Un hombre enfermo vuelve a su Montenegro natal decidido a quitarse la vida antes que su dolencia se agrave tanto que se lo impida. Él mismo, en primera persona, nos hace saber sus sentires a medida que el regreso a su patria en tren va tomando forma. Una cosa es segura: ese regreso tiene carácter de fuga.
            Por otro lado, dos jóvenes, armados con sendos fusiles, se cruzan en su derrotero cuando aquél decide apearse en una vieja estación. La falta de saludo y la repentina carrera de ese hombre inician su persecución, que va ganando adeptos a medida que la trayectoria se extiende.
            Lo magnífico del texto es que entre perseguidores y perseguido, a lo largo de todo el relato, no media palabra alguna; sólo se perciben gestos a la distancia, de los que deviene una suerte de significado y significante, que en cada parte se decodifica de manera diferente. Mas lo que uno y otros comparten es el odio a lo distinto.
            Para mejor, el autor ha dispuesto los párrafos del fugitivo y los de sus seguidores intercalándolos unos a otros, con lo cual el lector va sabiendo cómo viven el mismo hecho ambos participantes. Notable resulta que, una vez concluida la fuga –cuando el hombre se enfrenta a la multitud-, aquello que es miedo convertido en odio, se transforma en horror y sin sentido en el resto, con lo que se reinicia la persecución; ahora, por simple curiosidad o arrepentimiento.
            En medio de ello, se dispone una historia de un familiar del fugitivo –en la que quien debía morir inmediatamente, posterga el hecho durante 10 años-, que aparentemente le brinda energías extra para sobrellevar el ingente esfuerzo que implica la loca carrera a la que ha decidido someterse. El espanto y la sorpresa final de esa runfla ya dispersa que aun lo sigue a la distancia, ante la muerte de su numen inspirador, culmina este breve trabajo de Šcepanovic, no sin antes aclarar que el difunto se había despojado de su ropa y de sus papeles de identificación -¿alusión a la opresión soviética, tal vez?-.
            ¿Un ser real o un espectro? Escrito en 1967, por momentos me recordó a Forrest Gump –una magnífica composición de Tom Hanks- corriendo de un lado a otro de los E.E.U.U., sin razón alguna -con un montón de seguidores que encontraban en él un motivo personal para seguirlo-.
            Narrado en escasa páginas, en estilo ameno y coloquial, sin búsqueda de efectos ni golpes bajos, se torna un relato sorprendente; una lectura en la que el tiempo dispuesto ha sido bien invertido.
           
Marcelo Zuccotti

sábado, 24 de diciembre de 2011

La fineza de un texto excéntrico. Nadie nada nunca, Juan José Saer


Seix Barral, 2009

          ¿Cuántas veces, y de cuántas maneras diferentes, puede ser contado un hecho? Tantos, como participantes o testigos haya habido en el mismo, seguramente. Ése es el núcleo central de la obra de Saer. Se que a mucha gente “no le va”; otros, reconocen su talento narrativo, pero no lo trascienden, porque “nunca pasa nada”. ¿Y si lo brillante estuviera en cómo se relatan los hechos, y no los hechos en si mismos? Sin duda, leer a Saer es todo un desafío.
            El Gato Garay vive en una casa en las orillas del río que sirve de balneario veraniego. Se gana la vida mandando sobres que figuran en la guía de teléfonos para una empresa dedicada a… Mantiene una relación –sexo mediante- con una de sus compañeras y además tiene un caballo al que respeta, pero el que no le es muy afecto. Como marco de referencia, hay un asesino serial de caballos que merodea furtivamente en las inmediaciones de toda la costa.
            El resto, lo componen el amigo Tomatis, que brinda cierta tranquilidad; un bañero que oficia de tal en la playa ribereña y un Ladeado, que se allega en canoa o embarcación tracción a sangre para proveerlo de enseres necesarios para la supervivencia. Porque Garay eligió pervivir.
            Saer nos cuenta el pasado del bañero –y por qué húbose dedicado a ello-; los pormenores de la oficina de redacción -en la que Garay sólo realiza un mínimo aporte- y algo de cada uno de los pequeños “testigos” de la vida diaria, capaces de refrendar las distintas versiones de un mismo hecho, pero cada cual en su estilo.
            No es una novela en el sentido estricto, donde hay una trama y un desencadenante final. Tampoco es un relato, puesto que su extensión y los detalles que abundan no corresponden al género. Entonces, ¿qué es? Es el arte de narrar, simplemente. Contar las cosas más cotidianas desde diversos puntos de vista, por personajes cuyas distintas vivencias generan diferentes análisis de un mismo y único hecho. Hay un narrador neutral, pero también hay un Yo que se hace cargo de su propia visión de los hechos.
            Lo central en los textos de Saer está en los tempos, la cadencia narrativa y las imágenes que se generan a través del relato, no en el motivo principal de él. Como si el énfasis, el acento, estuviera puesto más en la forma, en la construcción, que en el trasfondo, el contenido; una suerte de Gestalt. Por eso creo que este texto es excéntrico; no en el sentido de “fuera de lo común” o “sofisticado” –aunque algo hay de ello- sino en que el objeto numen es el relato mismo, no aquello que se narra. Las sutiles y minuciosas descripciones resultan más evocativas y sugerentes que aquello que acontece.
            Es un libro que se lee no sin dificultad. No porque sea abstruso e indescifrable, sino porque requiere cierto grado de concentración; no perder la secuencia de lo que se cuenta. Y hay que esforzarse para llegar a un final donde nada se resuelve. Salvo, claro, que se ponga la atención en el estilo. Ahí, Saer nos revela toda su maestría y la fineza de su arte.
           
Marcelo Zuccotti

martes, 20 de diciembre de 2011

Una novela que endurece el alma. Desgracia, John Maxwell Coetzee.

Debolsillo, 2011

   John Maxwell Coetzee narra una historia cruda que se desarrolla en su Sudáfrica natal, donde coexisten desigualdades sociales y el choque entre los distintos grupos sociales es, en muchos de los casos, violenta y machista.
     David Lurie es profesor de la universidad de Ciudad del Cabo, y tras enredarse con una  alumna, la vida se le torna difícil y escandalosa; recibe una denuncia por acoso sexual, lo apartan de su cargo y pierde su reputación. Por lo que busca alejarse de la ciudad y refugiarse en la granja de su hija Lucy.
    
Es un relato que ahonda en la soledad de las personas hasta que se ven atravesadas por circunstancias adversas y violentas dejando marcas inquebrantables. Es una historia visceral donde la impotencia crece de tal forma que nos deja sin aliento, con el corazón agitado y con un frío helado que se cuela encaprichado por la espalda.
     El escritor no deja ajeno al lector, no porque lo haya premeditado, sino que  la narrativa que utiliza obliga a mantener la atención sin parpadear, dejándonos con los ojos desorbitados. Es una lectura en la que nos obliga a tomar conciencia de otras culturas,  en el que la violencia que ejerce el hombre sobre la mujer es  algo “normal” para esas sociedades; es la forma de demostrar quién tiene más poder y así, una vez demostrado, ganar territorialidad, dejando a las mujeres desprotegidas, desamparadas y hasta anuladas.    
    Coetzee visitó este año la Argentina para hablar en el cierre del FILBA (Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires) y la escritora Matilde Sánchez, a modo de presentación, definió a Desgracia como Un realismo en sus huesos. Y cito textual sus palabras porque no hay mejor descripción que la que realizó para hablar de Desgracia:

“[…] Exiliado a esta miseria de la vecindad sin un lenguaje en común, se adentra en el corazón de lo real y la desgracia, al país interior en plena mutación: una nación sin nación, que ha perdido el lazo esencial, la lengua. El lenguaje ya no es vehículo de empatía y reconocimiento. Si al Magistrado de Bárbaros le cuadraba la expresión “en carne propia” (en inglés, in the flesh), estamos ahora ante una prosa descarnada y sin énfasis, una literatura en sus huesos. El nuevo régimen de contactos y proximidad entre los habitantes deberá tramitarse con ese resto apenas elocuente de lenguaje que dejaron a su paso las plagas, una lengua sin atributos, de monosílabos, que no puede descifrarse porque ha perdido incluso la gentileza irónica. Hay un outsider respecto de la versión oficial de la historia y de la posición dominante del varón blanco. Coetzee es exigente: no halaga al lector con guinios de complicidad sino que requiere la máxima atención a una prosa instrumental, a una pedagogía ascética que inculca el pudor de la carne y la autoridad. Así como David establece el lazo entre abuso sexual y dominación territorial, tambièn entabla una correspondencia entre la ética sexual y el vegetarianismo. ¿Cómo leer la escena de Desgracia en la que los cuerpos ya rígidos de los perros muertos deben ser rotos a golpes para caber en una bolsa de plástico, sino como la traumática reeducación de la vanidad del varón blanco? […]
En Desgracia el campo es exilio interior, los dominios de otra racionalidad y otro régimen de la lengua; el origen y el mito ya no son un refugio. No estamos ante el viaje de regreso a las raíces sino ante el destierro.”
    

                                                                                                   Claudia Perez



Fuente: http://filba.org.ar/fundacionblog/2011/09/20/una-literatura-en-sus-huesos/  

jueves, 15 de diciembre de 2011

Cómo nos duele la pérdida. El mar, John Banville


Anagrama, 2007

           Fue el contacto con un minúsculo esbozo aparecido hace ya unos años en una revista dominical que acompaña a un periódico local, en el que se lo ponderaba. Ganador del premio Man Booker 2005, la escasez de sus páginas como el alentador comentario prometía una buena y concentrada lectura. Para esto, ya había desgranado otro título del mismo autor, anterior al presente. Por eso volví a incursionar en el universo de Banville. Y no me defraudó; para nada.

            Esta novela es tripartita y narrada por completo por su protagonista. Por un lado, es la historia de Max Morden, su hija Claire y su esposa Anna -afectada por una dolencia en su fase terminal- en las circunstancias previas a la muerte de esta última. Por otro, hay una evocación de Morden –hombre ya maduro y en los inicios de la decadencia- respecto del despertar sexual en su pubertad, ocurrido con la familia Grace durante uno de los veraneos que solía pasar junto a sus padres. Finalmente, está la realidad de su propia vida presente, que transcurre -por decisión personal- en las instalaciones que han servido a aquella familia Grace como su lugar de veraneo, medio siglo antes. Todas ellas se intercalan, logrando un entretejido que posee elementos de digresión, pero que se suceden sin solución de continuidad, formando una trama sólida, compacta.

            Lo que subyace es la incapacidad del personaje principal de hacer frente a la muerte de su esposa. En realidad, ése ha sido el motivo por el que ha vendido su casa y se ha trasladado a ese lugar al que nadie con recursos suficientes –semejantes a los suyos- acudiría a concluir su vida. Es esa necesidad de esconderse la responsable última de su evocación infantil; como si sólo pudiera refugiarse en un pasado remoto que lo apartase del insoportable dolor que le supone la pérdida de quien no ha sido únicamente su cónyuge sino también, en gran medida, su alter ego.

            Pero es también el repaso de su vida que, en muchos aspectos, ha dejado que desear o, al menos, no ha sido todo lo exitosa que sus allegados consideran. Un ser que se reconoce mezquino, sin grandes talentos, con una vida acomodada, más debido a la fortuna que al sacrificio. Alguien que hubiera querido ser otro, pero sin el coraje necesario para intentarlo. Un hombre que necesita imperiosamente saber qué tienen de común el amor y la muerte para esclarecer por qué aquel recuerdo infantil continúa rondando, a la vez que le permita enfrentar el dolor de la ausencia con entereza.

            Destaco la prosa de Banville, poética a ultranza –y agradezco al traductor por haber realizado semejante esfuerzo-. Las imágenes tanto como las escenas que tienen lugar son descriptas de tal manera que parecen fotografías panorámicas, donde el lector puede insertarse y participar siendo mudo testigo de lo que acontece y percibe,

“El sol de otoño caía sesgado en el patio, y los adoquines emitían un resplandor azulado, y en el porche una maceta de geranios producía las últimas flores encarnadas de la estación.”

            Además, párrafo aparte merece la oralidad con que fue escrito el texto, capaz de hacernos creer que Morden nos está hablando literalmente a los lectores, con la cadencia y la contradicción propia de quien está meditando lo que dice:

“Su consulta, no, sus habitaciones, uno dice habitaciones, al igual que uno le llama señor y no doctor…”

            Hacia el desenlace, el relato se vuelve previsible, con la evidente intención de Banville de capturar desprevenido al lector, algo que no logra. Él mismo lo declara, a través de Morden,

“Después de todo, ¿por qué iba yo a ser menos susceptible que cualquier otro escritor de melodramas a la exigencia del relato de un hábil giro que lo concluya?“

            De todas maneras, es una de las mejores novelas contemporáneas que he leído en los últimos años. La prosa jugosa y bien utilizada, acompañada de un estilo narrativo frontal, sin fisuras, con sutiles tonos poéticos, proporcionan un deleite no menor al que suscita la trama. Recomendable ciento por ciento.

Marcelo Zuccotti

jueves, 8 de diciembre de 2011

Realismo tradicional japonés. Rashomon y otros cuentos, Ryünosuke Akutagawa

Centro Editor de América Latina, 1970

            Lo encontré en una mesa de usados en un puesto ubicado en un parque, junto a una colección de otras tantas obras célebres, y lo llevé por no ser material fácil de hallar. La motivación hacia su lectura era doble. Primero, porque me recordaba el film dirigido por Akira Kurosawa que, basado en este título, obtuvo el galardón del Oscar a la mejor película extranjera en 1951 y, luego, por ser uno de los casi desconocidos libros que compone la no menos que discutible selección que destaca los “1001 libros que hay que leer antes de morir”.
            Este minúsculo texto de 92 páginas, a pesar de su rústica edición y del deterioro natural de más de cuarenta años de uso –estimo que por más de un asiduo lector- comprende cinco relatos escritos entre 1915 y 1919 por un autor dotado de sensibilidad no sólo para la narración de los hechos sino también para la creación de atmósferas adecuadas a la inserción de cada historia. Así, “Rashomon”, el primer cuento -que da origen al título- toma lugar en un edificio desvencijado de Kyoto, epicentro de los devaneos de un hombre que, siendo despedido por un samurai a quien servía, se debate entre el hambre y la muerte o la ignominia de convertirse en ladrón.
            En “La nariz” se narra el acontecer de un sacerdote al que la naturaleza lo dotó con una apófisis tan prominente que alcanza el propio mentón; de allí, la acción se desplaza a sus discípulos y a su afán de dejar de ser el centro de bromas. Luego, se pasa a “En el bosque”, donde se cuenta la historia de un asesinato, reconstruido a través de testimonios de personajes circunstanciales sometidos a sendas declaraciones frente a la policía -este cuento es el que toma Kurosawa para llevarlo a la pantalla-. La conquista amorosa que deviene en desprecio es el tema central de “Kesa y Morito” y, finalmente, con un relato que consta de veinte capítulos y ocupa la mayor parte del libro, se entrelazan soberbia, maldad y poder entre un hombre prominente y su pintor en “El biombo del Infierno”.
            Ambientados en el Japón tradicional de inicios de siglo XX, todos los relatos presentan esa característica típicamente oriental: la voz en off de los propios personajes que se cuestionan a sí mismos acerca de cómo actuar en el futuro inmediato, o las reflexiones sobre los motivos que condujeron hacia la tensa situación actual que, por otra parte, se vivencia como inminentemente trágica y crucial. La humillación, la deshonra, el vejamen y toda clase de bajezas propias de seres humanos se dan cita a través de los protagonistas, a quienes el respeto por las buenas costumbres, el culto a los ancestros tanto como el cumplimiento de las promesas formuladas resultan una pesada carga que sobrellevar, a la vez que se saben incapaces de renunciar a ellas.
            Una prominente selección de temas confiere densidad al núcleo narrativo y los elementos de que se vale el autor, junto a una prosa fluida y amena, otorgan solidez y contundencia. Demuestran que, aun en la brevedad, una historia puede ser muy bien narrada.
            Yendo a una cuestión fuera de lo literario, resulta llamativa la tendencia al suicidio presente en los escritores japoneses –y quizás también en su sociedad-. Tanto Akutagawa como Mishima y Kawabata pusieron fin a sus días en este mundo por propia voluntad.
            En suma, una combinación de buen gusto y firme estructura lo convierten en una belleza exótica que se disfruta tanto como un ciruelo en flor.
Marcelo Zuccotti

jueves, 1 de diciembre de 2011

Saldando una vieja deuda con la amistad. Cometas en el cielo, Khaled Hosseini


Salamandra, 2010

           ¿Cómo se hace frente a las diferencias étnicas?, ¿cómo sobrevive la amistad de dos niños que se criaron juntos, cuando la iniquidad de la guerra los separa definitivamente?, ¿cuánto tiempo perdura el remordimiento de no haber estado a la altura de lo que la amistad exigía?, ¿cómo acallar la voz interior que reclama justicia?
            Estas son algunas de las reflexiones a las que conduce la historia de Hassan y Amir, relatada por éste ultimo. Amigos desde la infancia y compañeros de aventuras, pertenecientes a distintas clases de la sociedad de Afganistán –lugar en donde se inicia la trama-, la cobardía de Amir ante la agresión del amigo genera un remordimiento que deviene en una brecha vincular, a la cual la posterior invasión rusa torna geográfica y el ulterior ascenso de los talibanes transforma en angustiosa.
            Por otra parte, la vida en el exilio americano, el desarraigo y la adaptación a una nueva realidad sin perder el contacto con las raíces, el descubrimiento del amor y los beneficios que otorga el disponer de plena libertad en el extranjero, son el costo de una entrega que se materializa cuando ese pasado brillante y memorable vuelve sobre Amir para exigirle una participación personal y absoluta en aras de saldar una vieja deuda de amigos. Una deuda que se lleva en el alma.
            En estilo coloquial y ameno, el autor no sólo se encarga de narrarnos el suceder de sus protagonistas, sino que también utiliza el relato para mostrarnos una realidad social basada en la estratificación y en la discriminación étnica –en este caso, entre pastunes y hazaras; pudiéndose trasladar a otros entornos-; la vida en esos pueblos otrora felices, hoy devastados por los gobiernos de turno, donde el fundamentalismo religioso y la intolerancia han hecho estragos y en los que los índices de supervivencia resultan escasos.
            Empero, la obra es también un canto a la amistad. Un sentimiento que traspone la muerte física y encarna en sus descendientes, aun a pesar del paso del tiempo y los recelos propios de una larga ausencia. Es una epopeya al rescate de la herencia, de una identidad más allá de la desesperanza y la desolación; una forma de mantener en la conciencia colectiva, en la memoria, todo aquello que ha sido parte de una infancia que se ha vivido en plenitud, a la que jamás se renuncia ni se olvida.
            En definitiva, es un libro destinado a aquellos que se permiten exponer sin tapujos la emoción a flor de piel. Si bien por momentos resulta un poco sensiblero y efectista, lo cierto es que Hosseini nos pinta un cuadro agridulce, sin enmascarar el dolor ni situarse en el rol de víctima.

Marcelo Zuccotti