Tusquets, 1989
Fue
hace año y medio atrás que nos encontramos con un compañero profesor de Letras
y, en medio del clásico intercambio de títulos para recomendarnos, él disparó
éste sin dejar de hacer una clara alusión a la difícil tarea de hallar un
ejemplar, puesto que era un libro viejo
y agotado. Semanas después, yendo a buscar un libro de Barnes en una tienda de
usados, se me dio por mirar los anaqueles. Y allí estaba, como esperándome.
John Wheelwright cuenta con diez
años y vive en el pueblo de Gravesend, en el estado de New Hampshire, E.E.U.U.
Estamos en 1952 y Owen Meany, un alfeñique de su misma edad, con problemas de
crecimiento y voz de pito, es su mejor amigo. La mala fortuna hace que en la última
pelota a batear en un intrascendente partido de béisbol, Owen la golpee
certeramente y con ella mate a la madre de John que pasaba por las
inmediaciones. Éste, hijo natural, quien desconoce la identidad de su padre, es
cobijado por su padrastro y su abuela en la vieja casona que ésta posee. El
accidente sólo fragua así una amistad que se prolongará más allá de la muerte
de Owen, años después.
Por su parte, Owen es un ser
contrahecho pero con una rara inteligencia y un notable poder de clarividencia.
Durante una representación de Canción de
Navidad, de Dickens, ve en la lápida de Ebenezer Scrooge, escrito su propio nombre y la fecha exacta de su muerte. Y en un sueño que le ronda
frecuentemente se le aparece el momento crucial, con total claridad y objeto.
Rescato tres planos de este libro
colosal. Primero, la amistad verdadera y sin bajezas de los dos protagonistas,
capaz de aceptar las limitaciones que la vida les ha impuesto a cada uno –el
escaso cuerpo y la voz de Owen; la muerte de la madre y la poca agilidad de
pensamiento de John- sin hacer juicio crítico, compartiendo la escuela, el
deporte y la vida en general. Owen es quien lleva la voz cantante en todo
aquello que protagoniza, pero nunca podría ser él mismo sin la presencia de
John, en una extraña tanto como efectiva simbiosis.
Otra arista es el tema de la fe.
John pertenece a una iglesia, pero no practica. Su madre, por otros motivos,
hace que cambien de iglesia –y de creencia- como quien cambia de indumentaria.
Owen es un hombre de fe; su vida está
signada por citas evangélicas, de manera que asume el rol de ser un
instrumento de Dios, una suerte de nuevo Mesías, de quien John encarnaría a su
discípulo amado, pues es John quien narra la historia de Owen hasta su último
minuto y quien se vuelve creyente y clama por él en su ausencia. Irving no deja
pasar la ocasión para separar la fe religiosa personal -y como tal, subjetiva-,
del culto institucional al que crítica de hipócrita y acomodaticio.
Además, en el medio de todo está
Vietnam. Owen decide enrolarse en el ejército y graduarse de subteniente, con
la firme voluntad de ir al frente, pero su endeble cuerpo se lo impide y solo
puede encontrar trabajo como asistente de
bajas, un eufemismo para aquellos oficiales destinados a entregar los cadáveres
de los caídos a sus familias. John pide prórroga mientras asiste a la
universidad para graduarse, pero al concluir sus estudios es llamado a filas.
Owen, quien conoce la falta de decisión de su amigo para desertar, soluciona el
problema con la anuencia de John, no sin costo. Irving se vuelve un furibundo
crítico de esa guerra sin sentido que costó la vida de miles de jóvenes
estadounidenses, emitiendo cifras de bajas a medida que la escalada de
violencia en el sudeste asiático aumentaba y pone en boca de Owen su sentir:
¿cómo vamos a salvar a los survietnamitas si, para liberarlos de los
norvietnamitas y del Vietcong, bombardeamos su
territorio y a su gente?
Para finalizar, cabe decir que John
narra la historia en tiempo presente, en un prodigioso ejercicio de memoria. Es
1987, tiene cuarenta y cinco años, vive en Toronto, y da clases de Letras en un
colegio de niñas; sigue tan soltero y virgen como cuando vivía Owen. Aun
frecuenta la casona que la abuela les legó, para encontrarse con su padrastro todos
los meses de agosto. La crítica literaria que incluye sobre Thomas Hardy,
Robertson Davies, Alice Munro y otros autores no tiene desperdicio.
Fluida, construida con protagonistas
entrañables, una galería de personajes secundarios bien delineados y una prosa
amena, con escenas emotivas y otras desopilantes que conducen al lector al
borde de la carcajada, la novela es el reflejo de una amistad a prueba de
balas, que perdura en el tiempo más allá de la muerte y se convierte en un
canto de esperanza para todos aquellos que hemos sufrido una pérdida.
Si lo ven en algún escaparate de
usados, llévenlo sin dudar. Librazo imperdible; lo mejor que he leído en lo que
va del año. Y probablemente, entre mis mejores diez títulos.
Gracias por la recomendación, Javier!