Anagrama, 2014
Leer
a Julian Barnes es siempre una invitación a una lectura sentida, emotiva, donde
encontramos el vocablo más apropiado a la descripción de los sentimientos más
profundos y, por ello, más comprometido. Si bien él mismo se encarga de
sostener que el lenguaje nunca será el medio más idóneo –si alguno hubiera-
para expresar sentires, lo cierto es que en sus obras abundan pasajes que
provocan si no empatía, al menos reflexión.
Este libro no es una novela in stricto sensu. Tampoco es un conjunto
de relatos independientes. Más bien es una conjunción sobre el amor, el
desencuentro, el dolor y la aflicción debido a la pérdida; una meditación sobre
el duelo formulada en voz alta, para que todos tengamos acceso a aquello que
anida en el interior de los que han tenido la desgracia de perder su
compañero/a de la vida.
En una primera parte, se
entremezclan fotografía y vuelos en globo, a través de la figura de Nadar –en
verdad, Félix Tournachon-, quien albergaba la intención de fotografiar desde el
aire la ciudad de París y convertirse en el
ojo de Dios. En la segunda, se narran los hechos entre Fred Burnaby, un
aventurero inglés interesado en los viajes en globo, y su declarado amor
–frustrado- por Sarah Bernhardt. Ambas escenas están ambientadas en el siglo XIX.
Finalmente, la tercera parte es un
soliloquio que Barnes realiza ante el vacío propiciado por la pérdida de Pat,
su esposa durante treinta años. La historia que narra no me es ajena; en el
último año de su existencia, Pat y Julian visitaron Argentina y Chile –algo de
lo que Barnes deja testimonio en su contenido-, de lo que he sido un ínfimo
testigo ocasional. La declaración de un amor inconmensurable, más allá de la
existencia y del tiempo, que ocupa casi la mitad final del texto, toma ribetes
de profesión de fe y entrega sin medida a aquella que, aun ausente, mantiene su
presencia en cada hecho, en cada momento. En este aspecto, no es un texto
melancólico ni nostálgico; resume la imposibilidad de alguien que ha compartido
la esencia de su vida con otro, en siquiera proponerse seguir adelante, porque
su futuro carece de sentido sin su compañía. Es una descripción soberbia de
aquel que tiene que elaborar el duelo, pero no sabe cómo ni tampoco qué sentido
tiene.
Fluido, con cierto sesgo
existencialista y dueño de una prosa que oscila entre la mesura y la pena
desnuda, Barnes compone uno de sus mejores textos personales. Así, el libro
expone distintos vínculos entre seres humanos. Por momentos, he evocado a James
Burke, en su exitoso ciclo titulado Conexiones;
por otro, la última parte me recordó a C. S. Lewis en su análisis del dolor de
la pérdida, que ya he comentado en este espacio. Por todo, un libro
interesante.